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Capítulo primero

El autobús dejó a Julia B en una de esas paradas absurdas, sin aparente explicación, situadas como en medio de la nada. Quedaba señalizada tan sólo por una barra de hierro de color rojo clavada en el suelo, sobre la acera, y en torno a ella se extendían descampados de tierra reseca y malas hierbas, un perturbador y absoluto silencio, e hileras de edificios con unas pocas luces encendidas a lo lejos. El conductor del autobús –con el que Julia había terminado por entablar una conversación después de que hubieran ido bajándose, en sus respectivas paradas, el resto de los pasajeros– le había informado de que, una vez allí, todavía tendría que andar un largo trecho hasta llegar a su destino.
De no haber sido aquél un viaje tan largo –y no haberse visto presionada aquellos días por la apremiante necesidad de encontrar un empleo–, habría vuelto de nuevo al autobús y habría pedido al conductor que la llevase a alguna otra parada, algo más concurrida, para iniciar el regreso a casa. Aunque el tiempo era muy agradable en aquel atardecer extrañamente luminoso de finales de primavera –un sol de última hora se asomaba en el horizonte, bajo nubes oscuras de una reciente tormenta–, se sentía sola, totalmente desorientada, y la cosa iría todavía a peor después de que el autobús cerrase sus puertas y se pusiera en marcha para alejarse, con un estruendo de motor achacoso y traqueteante, dejando tras de sí una estela de humo gris saliendo por el tubo de escape.
Resignada, no le quedó más remedio que ponerse a caminar a paso ligero, intentando no mirar más que hacia adelante.
Recorrió, durante varios minutos, una ancha y solitaria avenida delimitada por edificios grises y lóbregos destinados a albergar oficinas y naves industriales. El aspecto general era el de una zona de negocios venida a menos que se iba desmoronando poco a poco. Según iba avanzando, su pesimismo iba en aumento. ¿Qué empresa podía estar ubicada en un sitio como aquél, tan deprimente? Recordó entonces la actitud del tipo que la había llamado por teléfono para ofrecerle el empleo, y se lamentó por haber sido tan ingenua y haber creído en algún momento que por fin había sido tocada por la buena fortuna.
Su ánimo, no obstante, cambió por completo en cuanto llegó al edificio en cuestión. Era tan diferente a lo que había estado esperando desde que bajó del autobús, que tuvo que sacar el papelito con la dirección que le habían dado para cerciorarse de que no se había equivocado. Se trataba de un edificio moderno, de reciente construcción; una especie de rascacielos en miniatura de cuatro o cinco pisos de altura, reluciente de cristales y acero, que se erguía, orgulloso, en medio de la desolación y la ruina que rodeaba todo lo demás. Junto a la entrada, y pegada a la elegante valla que rodeaba al edificio, Julia divisó una garita de vigilancia como las que suele haber a la entrada de los sitios importantes.
Se acercó hasta ella, y encontró dentro a un guarda jurado de unos cincuenta y muchos años fibroso, de pelo cano y bigote, que se distraía con las imágenes en movimiento de una pequeña televisión portátil colocada sobre una tabla que hacía las veces de escritorio en aquel cubículo de limitadas dimensiones.
–Hola –dijo Julia–, buenas tardes.
–Hola –respondió el tipo, sin apartar la vista del televisor.
–Vengo a una entrevista de trabajo– dijo Julia, tendiéndole el papelito.
El tipo, al que no parecía haberle hecho mucha gracia aquella interrupción, se volvió hacia Julia con desgana y alargó la mano para agarrar el papelito. Tras repasar su contenido por encima y asentir un par de veces con el ceño fruncido, se levantó de su asiento, sacó parte de su cuerpo fuera de la garita y, extendiendo su brazo para señalar hacia el edificio, dijo:
–¿Ve aquella puerta de allí?
Julia miró en la dirección que el hombre le indicaba y dijo, con un ligero movimiento de su cabeza, que sí.
–Ésa es la entrada principal –continuó el tipo–. Una vez dentro, tome uno de los ascensores que encontrará en el vestíbulo, y suba hasta la quinta planta. Pregunte allí, a ver qué le dicen.
Julia quedó unos segundos pensativa tratando de resolver si el tipo le había hecho un favor o simplemente había tratado de deshacerse de ella. Finalmente, le dio fríamente las gracias; guardó el papelito en el bolso, y se fue caminando hasta el edificio.
Atravesó la puerta de entrada –que era de cristal y se abría automáticamente deslizándose hacia los lados, como en los centros comerciales–, y accedió a un amplio vestíbulo de altísimos techos y paredes recubiertas de mármol que permanecía iluminado por débiles luces como de emergencia.
Mientras esperaba a que llegara alguno de los ascensores, reparó en un gran panel metálico que ocupaba casi toda la pared a su derecha y que recogía un listado con los logotipos de las diversas empresas que tenían su sede en aquel edificio. Junto a cada logotipo o nombre de compañía se indicaba el número de planta u oficina correspondiente. Observándolo, Julia cayó en la cuenta de que no conocía el nombre de la empresa a la que se dirigía. Buscó en el panel y descubrió –confirmando sus peores temores–, que el que correspondía a la quinta planta, aquélla que le había indicado el vigilante y constaba en el papelito con la dirección, aparecía en blanco.
Por supuesto, consideró aquello un mal presagio, pero no quiso darle más vueltas. Montó en el ascensor, pulsó el botón de la quinta planta, y se volvió hacia un gran espejo que había detrás de ella para ultimar su aspecto.
Al abrirse las puertas, surgió ante ella una enorme oficina vacía que permanecía parcialmente a oscuras. Tan sólo era posible ver algo gracias a la iluminación amarillenta que penetraba a través de los grandes ventanales que daban al exterior. Había por todas partes mesas de trabajo con sus correspondientes ordenadores, sillas giratorias, impresoras, cables; todo ello distribuido en pequeños departamentos separados por paneles desmontables que le llegaban a Julia por el pecho.
Avanzó tímidamente hacia el centro de la sala y gritó un par de veces “hola” sin obtener respuesta. Tras unos segundos de espera, inmóvil y atenta a su alrededor por ver si se producía algún movimiento, su cabeza comenzó a llenarse de los peores temores. ¿Y si había confundido la hora, o la fecha? ¿Y si todo aquello no era más que una broma? Se escuchaban tantas cosas por ahí, por aquello de la crisis…
De pronto, cuando barajaba seriamente la posibilidad de darse la vuelta y marcharse a casa, le pareció escuchar un ruido procedente de alguna sala contigua. Inmediatamente fijó su atención en un rincón al otro extremo de la oficina, y descubrió entonces una luz parpadeante, como la que se produce al conectar un fluorescente, que tras unos segundos de encenderse y apagarse varias veces quedaba fija. Con cuidado de no tropezar con nada, atravesó la sala en aquella dirección y se topó con la entrada a un larguísimo pasillo cuyo fondo quedaba oculto por la oscuridad, y en cuya mitad, aproximadamente, una puerta entornada dejaba escapar la luz que Julia había visto al principio. Avanzó hasta aquella puerta, se colocó delante y, tras golpear un par de veces con los nudillos, metió la cabeza por el resquicio para mirar hacia dentro.
Se encontró con una especie de comedor de oficina, de sala equipada con algunos electrodomésticos y una mesa rodeada por unas cuantas sillas. Una chica joven, de espaldas a la puerta, fregaba en silencio unos cacharros. 
–Hola –dijo Julia.
La chica se volteó lo justo como para ofrecer el perfil de su cara.
–Verás –dijo Julia, traspasando el umbral de la puerta e introduciéndose en la sala–, no sé si podrás ayudarme. Ayer me llamaron por un puesto vacante de teleoperadora, y me dieron la dirección de esta oficina.
La chica cerró el grifo y se giró con cierto aplomo para mirar a Julia mientras se secaba las manos con un trapo. Era muy delgada, extraordinariamente alta y, a la manera de las modelos de pasarela, elegante y atractiva. Tenía el cabello rubio, recogido atrás en una coleta, y su tez era muy pálida. Sus ojos eran azules y muy claros, y brillaban en un destello que sus cejas, negras, anchas y bellamente estilizadas, reforzaban más aún.
–¿Eres Julia? –dijo, dejando escapar un marcado acento extranjero.
–Sí –respondió Julia.
–Creo que nos dijeron algo de que venías… –continuó la chica, sonriendo enigmáticamente y mirando a Julia de arriba abajo–. Pero vienes muy pronto, ¿no? –añadió, echando una ojeada a su reloj de pulsera.
–¿Pronto?
–Sí –respondió la chica–. El horario es de once a siete…
Julia imaginó que la chica no le había entendido bien.
–Me citaron para hacerme una entrevista. Dijeron que viniera a última hora, de ocho y media a nueve...
La chica lanzó un suspiro y negó con la cabeza. Dejó el trapo sobre la encimera, junto al fregadero, e invitó a Julia a que saliera con ella al pasillo.
–Acompáñame.
Había algo en su actitud que no terminaba de gustar a Julia, una especie de empeño por mantener las distancias que la hacía un tanto antipática y altiva. Mientras recorrían pasillos y atravesaban oficinas inmóviles y en penumbra, Ekaterina –que así dijo llamarse cuando Julia se lo preguntó–, apenas hizo otra cosa que criticar la forma de proceder de la empresa, cargando siempre sobre otros las responsabilidades de cada cual.
–Aquí debería haber un responsable –dijo, en un momento dado–, haciendo lo que estoy haciendo contigo.
–Vaya, lo siento…
–Nada. No es culpa tuya.
Llegaron, por fin, hasta una sala no demasiado grande, carente de ventanas y ocupada casi en su totalidad por una enorme mesa de reuniones rodeada de sillas de oficina. La decoración de las paredes era simple: apenas dos o tres cuadros de gran formato con fotografías protegidas por un cristal en las que aparecían paisajes idílicos de playas de arena blanca, palmeras y aguas cálidas de color turquesa.
La chica entró primero, rodeó la gran mesa de reuniones, y se sentó en una de las sillas más apartadas de la entrada, quedando de cara a la puerta.
–¿Aquí trabajáis, entonces? –preguntó Julia, todavía de pie. Le parecía que aquello no tenía el aspecto de los lugares en los que suelen trabajar los teleoperadores.
–Sí –contestó la chica, mientras atraía hacia sí un bolso negro, de piel, que había frente a ella. Invitó a Julia a que se sentara.
Julia arrastró hacia sí una de las sillas que tenía más cerca y se sentó en ella. La chica, ajena a su presencia, comenzó a sacar libros del bolso y a colocarlos sobre la mesa en torno suyo.
–¿Y suelen ser puntuales? –preguntó Julia, que no se resignaba a permanecer en aquel silencio.
–¿Quién? ¿Los compañeros? –contestó la chica, sin ni siquiera mirarla.
–Bueno –dijo Julia–, me refería a los jefes…
–¿Los jefes? –la chica miró a Julia con una mezcla de sarcasmo y ternura, y dijo, sonriendo irónicamente–: Esos nunca vienen por aquí.
Julia sintió una especie de desconsuelo al oír esta respuesta.
–Pero alguien tendrá que venir a entrevistarme –preguntó entonces Julia, sin ocultar una enorme preocupación.
–Ah –la chica hizo un gesto con la mano para dar a entender a Julia que no tenía por qué preocuparse–. Si estás aquí es que ya eres de la empresa… –dijo.
–¿Y el contrato? –prosiguió Julia, ligeramente alterada–. ¿Y explicarme qué es lo que tengo que hacer?
La chica comenzó a reír a carcajadas, de una manera que a Julia le pareció poco natural.
–El contrato llegará, no te preocupes –dijo, limpiándose con teatralidad unas supuestas lagrimillas que le había aparecido en la comisura de los ojos–. Aunque desastrosos, suelen ser muy rigurosos respecto a la legalidad. En cuanto a lo que hay que hacer aquí, te lo iremos explicando nosotros, pero no te preocupes: ya te adelanto que hay muy poco trabajo. Lo ideal es que te busques alguna distracción, alguna manera de ocupar el tiempo... Yo, por ejemplo –continuó, señalando los libros y cuadernos que había colocado a su alrededor–, aprovecho para estudiar. ¿Tú estudias?
–Sí, bueno… –dijo Julia–. Podríamos decir que sí…
–Pues entonces –se apresuró a concluir la chica– te vendrá genial este trabajo.
Julia trató de sonsacarle más cosas, pero resultó misión imposible. La chica se desentendió de ella alegando que tenía mucho que estudiar, que no podía entretenerse por más tiempo y que la disculpara. Que si quería, podía esperar a que llegasen el resto de sus compañeros. Alguno de ellos se ofrecería a explicarle todo.
–¿Tú crees?
–Sí, son muy majos.
Julia sonrió sin mucha convicción. Dijo, más por ser amable que por estar decidida, que esperaría. A la otra, sin embargo, pareció no importarle demasiado, y se puso inmediatamente a lo suyo.
Julia se cruzó de brazos, se puso a mirar al techo, a las fotografías que había colgadas de las paredes... Sacó del bolso un libro que había llevado para el viaje, y trató de concentrarse en él sin mucho éxito. Inmediatamente comenzaron a hacer aparición las dudas, el preguntarse si estaba dispuesta a esperar allí las dos horas que restaban hasta las once de la noche. Cuanto más lo pensaba, más le parecía estar cometiendo una equivocación. Todo aquello era tan raro, tan extrañamente complicado… ¿Pero qué hacía si se marchaba?, se preguntaba insistentemente. ¿No era mejor esperar y ver qué ocurría? Ya había perdido el día completo, no pasaba nada por esperar un poco más…
Aunque no dejó de pensar en todo ello un solo instante, siguió pegada a la silla. Sólo se levantó una vez, para ir al servicio. No fue hasta pasadas las once –once y cuarto, once y veinte, quizás–, que empezaron a llegar los compañeros.
El primero de ellos fue un chico muy serio y extraño, de pelo corto y ligeramente despeinado, que llevaba puestas unas enormes gafas gruesas de pasta y vestía una anacrónica gabardina beige que le llegaba hasta los tobillos. Atravesó la puerta sin saludar, y se dirigió de forma instintiva y precipitada hacia un lugar de la mesa situado a media distancia entre Julia y Ekaterina.
–¿Qué tal, Juan? –le preguntó Ekaterina mientras el chico descargaba una mochila sobre la gran mesa, y se deshacía de la gabardina, colgándola de una percha próxima–. Buenas noches…
El chico siguió a lo suyo, sin dignarse a responder a los saludos de la compañera.
–Hoy ha venido una chica nueva– prosiguió Ekaterina, en un tono similar al que se emplea a veces para dirigirse a un niño–. Se llama Julia…
El chico apenas miró a Julia. Se limitó a pronunciar algo incomprensible que remotamente recordaba a un “hola”, mientras luchaba por sacar de la mochila un ordenador portátil que había quedado enredado entre unos cables.
–Juan es muy serio –apuntó Ekaterina, como si estuviera leyéndole el pensamiento de Julia–, pero no es mal tío. ¿Verdad, Juan?
La escena era extraña e inquietante, y Julia llegó a pensar si no estaría aquel chico mal de la cabeza; si no estaría Ekaterina, quizá, riéndose cruelmente de él aprovechando esta circunstancia.
Afortunadamente para ella, la escena no se prolongó mucho más. En ese mismo momento hizo irrupción en la sala un nuevo compañero que, a diferencia del anterior, llegó acompañándose de un gran alboroto; repartiendo besos, abrazos y todo tipo de escandalosos saludos…
–¡Qué pasa, chavales! ¡Cómo va la cosa!
Por su aspecto, debía tener unos cuarenta años. Lucía una media melena resplandeciente, de pelo castaño y ondulado, y su forma de vestir desprendía cierto aire juvenil. Parecía uno de esos tipos de mediana edad a los que les gusta cuidarse, alimentándose adecuadamente y yendo al gimnasio de manera regular. Ekaterina se dirigió a él de una forma que hizo pensar a Julia que la tipa se moría por sus huesos. Aunque comprendía que pudiera resultar atractivo no era, desde luego, la clase de hombre que a ella le gustaba.
–¡Vaya! –dijo el tipo, cuando tuvo a Julia delante–. ¿Es la nueva? –preguntó, dirigiéndose a Ekaterina.
Ekaterina asintió, e hizo las presentaciones.
–Eugenio –dijo–, ella es Julia.
–Encantado, Julia –dijo el tal Eugenio, atrayendo a Julia hacia sí y plantándole dos sonoros besos en la cara con maneras de galán de zarzuela.
Después, dejó una mochila que traía consigo en un rincón, y se sentó sobre la mesa, dejando que sus pies se balancearan en el aire. Ekaterina y Julia siguieron de pie; Juan, para quien tanto alboroto parecía haber sido suficiente, se volvió en silencio hacia su sitio.
El tipo empezó a hablar de sus vacaciones que, según podía entresacarse de sus palabras, habían transcurrido en algún lugar del Caribe. De ahí el color tostado que lucía su piel, la sonrisa de dientes blanquísimos que se había traído de regreso a España, y las energías con las que –aseguró unas cuantas veces mientras era interrogado por Ekaterina–, venía de nuevo a la oficina.
–¡Qué playas! –decía, con entusiasmo–. ¡Qué lugar tan jodidamente paradisiaco!
Continuó relatando algunas anécdotas relacionadas con aquellos días de descanso, sin escatimar en ciertos detalles que a Julia parecieron innecesarios –aunque reveladores–, como lo mucho que se había hartado a follar –fue la palabra que empleó–, o lo fácil que le había resultado “comprar a cualquier camarera del hotel por un bocadillo o unas naranjas”, comentó, sin avergonzarse.
–No le hagas mucho caso, Julia –advirtió Ekaterina, preocupada por la imagen que pudiera estar ofreciendo el tipo con aquellos comentarios–. Seguro que está de broma…
–¡Sí, sí, de broma…! –quiso aclarar el tipo, para no dejar lugar a dudas…
Afortunadamente para Julia, que no quería pecar de imprudente en su primer día con aquella gente –era muy sensible a aquellos temas, y podía saltar con cualquier cosa de la que al final acabara arrepintiéndose–, se produjo un oportuno cambió de tema, y Eugenio quiso interesarse por cómo habían ido las cosas por allí, en la oficina, durante su ausencia.
Julia puso toda su atención en la nueva conversación, y así pudo escuchar a Ekaterina asegurar que todo seguía allí como siempre, que nada había cambiado. Mencionó, eso sí, como de pasada, un incidente que había tenido lugar hacía unos días, pero que no pareció perturbar demasiado a Eugenio.
–Lo de siempre… –se limitó a comentar éste en un tono funesto–. Hasta que algún día pase algo, y entonces…
Ambos quedaron un rato en silencio, pensativos, como dándole vueltas al tema. Julia tuvo la tentación de preguntar, pero finalmente no lo hizo. Había cosas que, de momento, parecía más conveniente intentar ignorar…
El silencio que se había creado fue interrumpido bruscamente por Eugenio que, saliendo de su ensimismamiento, se dirigió con entusiasmo renovado hacia Julia.
–¿Y en cuanto a ti, qué? –preguntó–. ¿Qué tal tu primer día con nosotros?
–Bueno, la verdad es que ando un poco perdida –confesó la chica.
–¿Has cenado ya? –preguntó Eugenio.
–No.
–Bueno … –atajó Eugenio–. Pues si te parece nos vamos a la cocina, comemos algo, y, mientras tanto, voy contándote cosillas. ¿Cómo lo ves?
–Lo veo perfecto– respondió Julia, tratando de olvidar la primera impresión que le había causado el tipo, e intentando mostrarse lo más simpática posible.
–Pues vayamos –dijo Eugenio, con entusiasmo, saltando grácilmente de la mesa.














Julia siguió a Eugenio hasta el comedor, aquella sala en la que había conocido a Ekaterina horas antes.
Mientras ella tomaba asiento, Eugenio aprovechó para ir sacando su cena de la mochila. Había traído consigo todo lo necesario para comer como un señor, incluidos unos cubiertos de metal, un pedazo de pan envuelto en papel film transparente, un bote de cocacola light, servilletas, y un par de recipientes de plástico con comida precocinada en el interior. Lo primero que hizo fue abrir uno de esos recipientes, acercar el contenido hasta su nariz, y aspirar profundamente, mostrando seguidamente una expresión sonriente de éxtasis.
–No hay nada como la comidita de mamá… –dijo, buscando la complicidad de Julia–. ¿Vas a querer un poco? –añadió, solícito.
–No –respondió Julia, tratando de que no se notara que el olor de aquella comida, que comenzaba a impregnar el aire de la habitación, le repugnaba enormemente–, muchas gracias.
–¿Cómo es que no has traído nada para comer? –preguntó Eugenio, mientras introducía el recipiente en el microondas.
–Pues porque pensaba que cenaría en casa.
–¿No te dijeron que empezabas hoy?
–No –dijo Julia–. Yo creía que venía sólo a la entrevista…
–Joder –dijo Eugenio, meneando la cabeza mientras ponía en marcha el microondas–. Siempre están igual. ¿Qué les costaría organizar un poco mejor las cosas?
Julia asintió; estaba totalmente de acuerdo.
–¿Y de dónde te llamaron?– preguntó Eugenio, sin perder de vista el luminoso interior del aparato–. ¿De la agencia de trabajo temporal?
–No –contestó Julia–. No dijeron nada de agencia, al menos. Sólo que me llamaban porque mi nombre aparecía en una base de datos con personas que demandaban un empleo, y que tenían, para ofrecerme, una vacante como teleoperadora.
–¡Qué cutres! –dijo Eugenio–. ¡Te dijeron que era para un puesto de teleoperadora…! –exclamó, mostrándose perplejo.
–Sí.
El timbre del horno hizo que Eugenio volviera su atención, de nuevo, hacia la comida.
–Siempre pasa lo mismo– dijo, tratando de no quemarse las manos mientras sacaba el recipiente humeante del horno y lo depositaba con cuidado sobre la mesa–. En realidad no tienen ni idea de lo que hacemos aquí, y cada vez que mandan a alguien lo hacen así, a ciegas, provocando situaciones de lo más absurdas... Es lo que tienen las multinacionales, ¿sabes? –dijo, sentándose a la mesa y disponiéndose a empezar a comer–. El que te llamó igual lo hacía desde Estados Unidos, o de más lejos…
Julia confirmó que había detectado en el tipo que la había llamado tenía un acento raro, extranjero.
–¿Ves? –dijo Eugenio, abriendo el bote de cocacola y dando un trago largo de los que se dan echando hacia atrás la cabeza–. ¿Estás segura de que no quieres probar el arroz? –insistió.
Julia rechazó el ofrecimiento asegurando que luego tomaría un sándwich de la máquina dispensadora que había allí mismo, alineada junto a otras de café y refrescos, junto a ellos. El tipo, por su parte, comenzó a remover con el tenedor el contenido del recipiente: una especie de arroz seco, salteado con tropezones de verdura, de un color bastante extraño.
–Pero ya verás cómo al final –dijo el tipo, después de llevarse a la boca una gran paletada de arroz–, te das cuenta de que en realidad has tenido mucha suerte… Este trabajo es un chollo, una auténtica maravilla.
–Algo me ha comentado Ekaterina.
–La mayoría del tiempo estamos sin hacer nada, ¿sabes? Podemos dedicarnos a lo que nos dé la gana. No hay por aquí jefes, ni nada que se les parezca…
–Pero algo habrá que hacer, ¿no? –replicó Julia.
–Claro –dijo Eugenio, sonriendo con la boca cerrada; los carrillos hinchados de arroz.
–¿Y qué es, exactamente?
–Es difícil de explicar –dijo Eugenio, tras haber tragado con dificultad–. ¿Recuerdas el ordenador que hay en la oficina, en un rincón?
Julia asintió. Había tenido tiempo de sobra para estudiarlo detenidamente.
–Pues está siempre encendido –continuó Eugenio–. Aunque lo veas apagado, está constantemente enchufado a la red. Es una especie de conexión directa con la central, que utiliza este sistema para estar en contacto permanente con nosotros y con el resto de sucursales que tiene repartidas por todo el mundo. De vez cuando verás que se enciende un pilotito rojo, y que comienza a sonar una alarma de ruido repetitivo y algo molesto: es la señal con la que el aparato indica que ha llegado un mensaje.
–¿Un correo electrónico?
–Algo parecido –respondió Eugenio–. En la empresa son raros hasta para eso.
–Ahm.
El tipo dio cuenta de todo el arroz en un visto y no visto. Apuró con avidez los últimos granos adheridos al plástico del fondo, rascando con el tenedor, y se levantó directo hacia el otro recipiente con comida que había dejado antes apartado junto al microondas.
–El ordenador funciona con un sistema exclusivo que ya te enseñaré a manejar –dijo, mientras destapaba el nuevo recipiente y lo introducía en el microondas–. Es un sistema diferente al de los ordenadores convencionales, que ha sido desarrollado por informáticos que trabajan para nosotros en Singapur, creo, o en Taiwán. Con él puedes navegar por Internet, pero de una forma, digamos, algo diferente a como puedes hacerlo desde casa…
Julia sonrió.
–No tengo ordenador en casa, así que…
–¿No? –exclamó Eugenio, sorprendido.
Julia negó con la cabeza.
–No, no me gusta mucho la informática…
–¡Pues mejor entonces! –gritó Eugenio, de forma entusiasta–. Yo me liaba mucho al principio, hasta que conseguí pillarle el tranquillo…
El timbre del horno sonó de nuevo. Eugenio abrió la puertecilla, echó una ojeada al interior, y volvió a cerrarla tras comprobar que la comida no estaba hecha del todo.
–Pues el caso es que mediante esos mensajes –continuó Eugenio, volviéndose hacia Julia y desentendiéndose totalmente del aparato–, la empresa nos envía los “encargos”.
–¿Los encargos?
–Sí –dijo Eugenio–. “Encargos” es el nombre que le damos a las preguntas que nos envía la central cada cierto tiempo, y que tenemos que responder.
Julia puso cara de no entender nada.
–Nuestro trabajo aquí –prosiguió Eugenio– es tratar de encontrar la respuesta a esas preguntas. Si no la sabemos (que es lo que sucede la mayoría de las veces), hemos de buscarlas en el ordenador, a través de Internet, ¿comprendes?
–Más o menos –dijo Julia–. ¿Y qué clase de preguntas son?
El timbre del microondas volvió a sonar de nuevo. Eugenio se volvió hacia él con un ligero sobresalto –al parecer, se había olvidado completamente de él–; abrió la puertecilla y sacó con mucha cautela el recipiente, que humeaba sin parar. Agitó la mano por encima, como para apartar el humo, y pareció sentir un gran alivio al comprobar que, después de todo, no se había pasado de cocción.
–¿Qué te estaba diciendo? –preguntó a Julia una vez hubo vuelto a la mesa y se disponía a atacar, con cuchillo y tenedor, un par de filetes empanados o sanjacobos de no muy buen aspecto, que lucían secos y renegridos dentro del recipiente, amontonados uno encima del otro.
–Me ibas a contar qué clase de preguntas son las que envía la central.
–Ah, sí –dijo Eugenio. Y continuó, llevándose un pedazo de filete a la boca:– Cosas de Historia.
–¿De Historia?
–Sí –dijo Eugenio, sin dejar de masticar–. Las preguntas suelen ser en torno a asuntos históricos, como los templarios, los mayas, las pirámides de Egipto…
–¿Los templarios? –preguntó Julia, algo desconcertada.
–Sí –continuó Eugenio–. De los templarios llegan muchas preguntas.
Julia asintió, pensativa. El tipo seguía cortando trozos de filete, llevándoselos a la boca y masticándolos con voracidad.
–¿Y debemos buscar las respuestas en Internet? ¿A través del ordenador?
–Sí –dijo Eugenio–. A través del que hay en la oficina o del tuyo propio, si te lo traes de casa. Aunque en tu caso…
Julia dejó escapar una risita cómplice.
–Es muy raro, ¿no? –se atrevió a decir entonces, animada por la buena disposición que mostraba el compañero.
–Sí, bueno –dijo éste–. Es un trabajo raro, por qué no decirlo. Pero también entretenido. Cuando lleves aquí un tiempo, y te hayas hartado de noches aburridas, agradecerás algo de actividad…
Los filetes terminaron por desaparecer del recipiente de Eugenio en un tiempo récord, tal y como había ocurrido antes con el arroz. Tras meterse en la boca el último pedazo, y con él todavía entre los dientes, el tipo se levantó y se fue hasta el fregadero.
–¿Y para qué quieren las respuestas? –le preguntó Julia–. ¿Lo sabes?
–Pues si te digo la verdad –dijo Eugenio, mientras abría el grifo–, no tengo ni idea de para qué les sirve eso. Puede ser para cualquier cosa. Esto es una multinacional, como te he dicho, con miles de ramificaciones y demás… Siempre he pensado que podían utilizarlas para alguna especie de juego tipo trivial, ¿me entiendes? Para elaborar las tarjetitas ésas, con sus preguntas y sus respuestas, aunque cualquiera sabe…
–¿Y preguntan cosas sobre los templarios, dices? –insistió Julia, que seguía dándole vueltas al asunto.
–Sí –respondió Eugenio–. ¿No te gustan ese tipo de temas?
Julia trató de ser sincera.
–No especialmente. ¿A ti sí?
Eugenio frotaba con un estropajo impregnado de agua y lavavajillas la superficie de los cacharros.
–A mí sí, la verdad –dijo, elevando la voz para sobreponerla al ruido del agua, de los cubiertos chocando entre sí.
Permanecieron unos segundos callados. Él fregando y ella pensativa, con la mirada perdida en algún punto de la pared de enfrente.
–Lo que no entiendo –dijo Julia, al poco rato–, es por qué tenemos que estar aquí por las noches. ¿No podríamos hacer lo mismo en un turno normal, por el día?
–Podríamos –dijo Eugenio, cerrando el grifo y tomando un trapo que había sobre la encimera para secarse las manos–, si no fuera porque en realidad, para la empresa, trabajamos como si estuviéramos en las antípodas, que es de donde llegan las preguntas. De algún punto del otro lado del mundo, ¿sabes?, donde se encuentra la sede central de nuestra división… Cuando allí es de día, aquí la gente duerme, y somos nosotros los que tenemos que adaptarnos.
–Ya, comprendo.
El tipo volvió a la mesa, a sentarse frente a Julia.
–Es lo peor de este curro –dijo, tomando el bote de cocacola medio vacío que había dejado allí para apurarlo de un trago, mientras se echaba hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla–. Por lo demás, pues lo que te decía antes. Un chollo… Ideal para quien tiene algo que estudiar, como Juan o Ekaterina. O para hacer el vago, como hago yo –añadió, guiñando un ojo–. ¿Tú estudias, Julia?– preguntó, como quien no quiere la cosa.
Julia dudó unos segundos, pero finalmente optó por decir que sí.
–Estudio interpretación –dijo.
–¡Vaya! ¡Qué interesante? ¿En alguna escuela de arte dramático?
–No –respondió Julia–. Me preparo por mi cuenta.
La chica le explicó un poco por encima alguna de las cosas que había hecho, para que el tipo tuviera una idea de que iba en serio, aunque dejando claro que no había conseguido nada importante, de momento.
–Pues a ver si estando aquí tienes suerte –dijo Eugenio–. Porque imagino que te quedas, ¿no?
Julia estaba más que convencida desde hacía un buen rato. La pregunta le cogió desprevenida, pero trató, aún así, de no parecer desesperada.
–No sé –dijo–. Probaré esta noche, a ver qué tal…

–Pues bienvenida entonces.


                                                                                                 © Marcus Polvoranca, 2014